Había una vez dos chispas, una era Violeta y otra
era Celeste
pero al
tocarse eran eclipse.
Cuenta
la leyenda que el tiempo estaba enamorado de aquel contacto mágico, inefable. Cuenta
la leyenda, que cuando acarició el aura de Violeta se quemó y cuando rozó la
esencia de Celeste se heló.
El
tiempo enfadado y dolido convirtió a los amantes en astros opuestos, destinos
ligados a constelaciones lejanas que huían en la búsqueda insaciable del reencuentro.
Celeste adoptó una piel pálida, fría y luminosa, al tiempo que Violeta adoptó
una forma ardiente, tempestuosa y bélica
que con solo mirar fundía cualquier ápice de vida.
Violeta
corría por el día buscando a Celeste y
Celeste corría por la noche buscando a Violeta y justo en el instante en el
cual sus labios se iban a rozar el mundo explotaba y un imán los volvía a
situar al principio de la historia, en el primer capítulo de un conocido final,
Violeta en la línea de salida y Celeste en la línea de meta.
El
tiempo se regodeaba del sufrimiento de los amantes pero no le era suficiente,
así pues, para incrementar su dolor hizo que los mortales al estar con la
persona que amaban sufrieran la terrible desdicha de estar escasos segundos con
su persona especial, teniendo que despedirse incontables veces, embaucando su
mente, haciéndoles creer que eran horas lo que pasaban juntos y no segundos
inventados.
Los
mortales, desquiciados, miraban al cielo ardiente y belicoso lamentando la tardanza
de la llegada de la noche para huir al regazo de aquellos segundos inventados
fundidos en un solo latido y bombeados por la inagotable carrera entre la línea
de salida y la línea de meta.
Celeste
cansada de correr sola en la oscuridad para después volver a caer en el abismo
dejó de intentar llegar al principio del libro y se quedó callada en la
oscuridad. Violeta que tenía un espíritu invencible en vez de correr hacia el
final del libro utilizó su fuerza, su calor y su fuego para dividir su ser en
dos, fragmentando su corazón en dos llamas que oscilaban lentamente en
círculos.
El
tiempo, ingenuo, desvió su atención a otros asuntos pensando que su venganza se
había completado y que los dos amantes se habían rendido.
Violeta
aprovechó la falta de atención del tiempo para mandar una de sus llamas a la
tierra y para no levantar sus sospechas no hizo que su llama adoptara forma de
mortal.
Así
pues, todo se mantuvo igual durante largos años. Celeste sola y sumida en una
triste y trágica desolación suspiraba al aire susurrando el nombre de Violeta y
formando brisas encima del mar, pero una noche, una noche normal, una noche de
tantas, algo cambió. Celeste iba caminando por las sombras derramando sus
lágrimas y lamentos mientras vestía una seda negra sobre su cuerpo cuando oyó
que el viento le devolvía el lamento.
Celeste
petrificada dejó escapar de sus labios otro melifluo sonido trágico que,
misteriosamente, el viento le volvió a devolver. Buscó a su alrededor la imagen
de algún pobre mortal lamentándose por su amada cuando percibió una silueta
blanca como la nieve que la miraba desde las sombras del bosque con unos ojos dorados intensos, Celeste ahogó
un gemido al notar que su corazón ardió en un fuego fatuo. Aquel dorado la
seguía mirando a la espera de una respuesta, Celeste sonrió y comenzó a correr
en dirección a la meta susurrándole a la noche mientras aquella figura la
seguía también sin apartar su mirada de ella.
El
día llegó pero ella siguió corriendo bajo la mirada de aquella criatura y
Violeta también siguió corriendo en dirección a la meta y esta vez cuando llegó
el ocaso, el mundo no explotó, sino que ni los imanes ni el tiempo fueron
capaces de irrumpir en aquel encuentro, aquel roce que volvió a ser eclipse,
aquella unión que ni fue noche ni fue día, ni fue plata ni dorado, ni fue cielo
ni fue infierno, ni quemó ni heló.
Aquel roce de labios que convirtió un segundo en
algo eterno y del cual le nacieron ilusiones al día y estrellas al cielo,
porque la noche se veía llena con su gala de plata y el sol se mostraba vivo
aullándole a la luna.
-Itzíar De Llanos